Esta casa

Miyodzi Watanabe

Porque el caos nunca fue otra cosa

que la representación de una casa

Florencia Smiths

Este ensayo nace ante la constatación de un hecho. Antes sabía dónde estaba cada una de las cosas de mi casa, siempre he sido cachurera, pero estaba todo claramente organizado en mi cabeza. Mas ahora es como si habitara la casa sin tocar el suelo, ya no me interesa lo que hay en esas cajas que hace meses no abro. Una desidia frente al devenir de la cotidianidad que vuelve difusa la posibilidad de datar los meses, semanas, días, horas. Un modo automático que posibilita el adormecimiento. Pero, a raíz de que tuve que cambiar de lugar la pieza con el estudio y con ello reorganizar todo, ha aparecido la pregunta sobre esta casa y cómo rehabitarla, cómo volver a pisar sus maderas como si mi pie perteneciera a esos surcos.

De allí quizás la pertinencia de un recorrido, las casas que han pasado por mí, las que he desalojado y las que he construido. La casa como lugar de pertenencia y desarraigo. La casa como el presente donde se habita y como recuerdo de un pasado familiar incobrable. La casa como materia real y tangible. La casa como intimidad y pensamiento, como armazón de la subjetividad. Recordar esas casas posibles. Recorrer las habitaciones cerradas y sentarse también a la mesa cuando los pies aún no tocaban el suelo. Pensar la casa, ensayarla, construirla, es un terreno en cualquier caso sinuoso. Intento rehuir de la casa con mayúscula, alejarme de la concepción de que sólo aquello que se dice autorizadamente es válido para reflexionar en torno a algo. La casa, esta casa, se aleja de ahí. Esta casa es mi casa y se aleja tanto de ahí.

En las paredes/ Solas de mi casa/ -Uno le llama casa/ A quien lo contiene-/ En esta mi casa,/ Desde sus paredes iracundas/ Me miran a los ojos/ Los parientes cercanos.

Stella Díaz Varín

Mi memoria a largo plazo siempre ha sido un poco mala, afortunadamente. Los únicos recuerdos de infancia que tengo son los que he repetido en mis relatos a lo largo de los años, o los que han repetido para mí. Ellos ocurren casi todos en el mismo sitio: Golfo Reloncaví, 793. Llegué a esa casa a los cinco años, me mantuve ahí hasta los 18, aunque desde siempre busqué el paso del tiempo fuera de allí. Las primeras veces que me fui a quedar sola a otras casas tenía diez u once años, a los doce ya bebía alcohol y fumaba, no tan sostenidamente pero sí lo suficiente para pensar que estaba fuera de casa, lejos del alero y resguardo de progenitores. En esta revisión del hogar pienso que este primero siempre lo percibí como una responsabilidad, no como un anhelo: un lugar de paso mientras esperaba, año a año, poder ausentarme más y que el tiempo en el afuera fuera la cotidianidad y el tiempo en el adentro de casa una cuota a cumplir.

Pienso en cuánto de la casa formó mi carácter y mis conductas relacionales. La casa materna como el lugar donde se establecen los primeros acuerdos y las primeras formas de hacer silencio. Recuerdo un evento en particular que por negativo y por las vagas habilidades blandas con el que se llevó a cabo su gestión, marcó mi capacidad de resiliencia. Volvíamos con padre del colegio, tenía 8 años, nos dice a mi hermana y a mí que él no entrará con nosotras. Esa primera advertencia no sorprendió, era habitual que él desapareciera por un par de días. Sí lo hizo la segunda: cuando entren, no pregunten nada. Sólo esos fueron los avisos: no entraré y no pregunten. Con mi hermana ya se nos había apretado el estómago como ya tantas veces: la sospecha de que padre había cometido uno de sus tantos errores y que madre era la que había vivido las consecuencias de ello.

La casa como un simulacro constante, una operación Daisy que nos preparaba para lo que sería años después la gran tragedia. Entramos a casa, a lo que quedaba de ella, y vemos que dentro lo que era living, comedor, mesa de centro y un largo etcétera, se había convertido en papeles esparcidos por el suelo y en mi hermana mayor adolescente, con su bebé de semanas en brazos, intentando poner orden a ese nuevo vacío que ahora nos cobijaba.

No nos explicaron, nunca lo hacían. Aprendí más de mi genealogía detrás de los sillones en escuchas secretas que sentada a la mesa. Pero por un tiempo no hubo sillones dónde esconderse ni padre que nos buscara en el colegio. El simulacro de hogar estaba en reparación por embargo, padre estaba escondido por deudas y una aprendía a que por grave que fuera la situación, había que poner los papeles en su lugar y seguir.

De ese lugar de pérdida material sólo hay un aspecto que quedó rondando siempre: la mesa de centro. Era una mesa hexagonal, de madera tallada con figuras que emulaban diamantes en cada una de las caras. Cara por medio era también una puerta que daba al centro de la mesa y donde siempre hubo, desde que era de mi abuela materna hasta que la heredó mi madre y hasta que la empeñó mi padre, álbumes y recuerdos familiares. La adoraba. Cada vez que investigaba ese espacio céntrico y oscuro encontraba un nuevo secreto de nuestra historia, una nueva arista, un nuevo primo o tía que no conocería nunca, pero que ahí estaba, escondido y detenido en el centro oculto de la mesa, en el centro de la casa. Para mí curiosidad primera no era una mesa de centro sino un cofre de reliquias, el que esperaba paciente abrir nuevamente para ver si en un descuido me contaban un pedacito más de la historia, atenta a los puntos que se contradecían para ver qué era aquello que no me contaban. Era el cofre que quizás ayudaría a quebrar el simulacro e instaurar un hogar donde los álbumes estuvieran a la vista. Pero, esa fantasía acabó junto con el mobiliario de mi primera infancia.

Sí, mi casa es biológica. En el aire/ hay un latido suave, un pulso que con los años se ha concertado/ con el mío.

José Watanabe

Trabajo con palabras todo el día. Todos quizás lo hacemos, pero mi trabajo consiste en pensar en ellas, en leer a personas que piensan sobre ellas y escribir con palabras lo que sobre ellas se dice. Y no sobre palabras a secas: mayormente sobre la palabra poética. Por lo que se me ha hecho una deformación pensarme también en palabras. Hace un par de meses di con aquellas que por implosión de significado o efectividad de sus significantes daban cuenta de la sensación interna que desde hace un tiempo al parecer indefinido me impedían sostener la cotidianidad. Dije al parecer indefinido, pero es sólo que a ratos ha habido excepciones, momentos en los cuales me he permitido pensar por un tiempo sostenido, pero breve, que aquellas palabras han sido reemplazadas por otras. Debo entonces confesar que también sé cuándo volvió a exacerbarse esta sensación, y como también tengo la imposibilidad de ignorar lo que ya sé o ya descubrí, debo rectificar: estas palabras se han reafirmado y estoicas están hace un año y fracción. Ese es el tiempo en que llevo tomada de cada una de mis manos a estas autómatas: ellas me afirman a mí a decir verdad, yo llevo los dedos abiertos por si acaso, quizás en una distracción alguna decide soltarme: en la mano derecha llevo el extravío, en la mano izquierda, conectada a mi corazón de pulso errático:  la orfandad.

El extravío y la orfandad son palabras que remiten a la casa. O que parecieran resolverse en el hogar. El sentimiento de pertenencia a un lugar, por una parte, y el sentimiento de pertenencia a un núcleo familiar, por otra. No es que no hubieran estado en un inicio, es que el desapego fue muy temprano. A los 15 años dos cambios sustanciales en la pertenencia: madre es diagnosticada con Parkinson, padre es encarcelado. Una orfandad diáfana empieza a gestarse en el desarrollo de carácter en la joven que contempla. Pero esa casa siempre fue lugar de incomodidad, por lo que parece fácil adaptarse en un terreno que nunca fue liso. La primera enseñanza sigue vigente: poner los papeles en su lugar y seguir, esta vez más sola.

Seguir, emigrar a la estepa y construir la casa biológica. Aquella que se acople sutilmente al propio pulso. Pulso arrítmico y taquicárdico. Me pregunto si mi afección cardiaca responderá a esos versos de Watanabe, ¿será el latido huérfano de las casas en las que he vivido el que en el acto de unificación con mi propio pulso ha dejado en mi latir una cadencia de extravío?

El amor tiene que ver con una casa aplastada por la lluvia/ con habitaciones a oscuras y con charcos/ con las tristes camisas aferradas al vacío del aire/ con los chalecos sin destino empujados al fuego/ con un par de ojos sofocados en su espejo.

Verónica Jiménez

Y la mala memoria a largo plazo que mencioné, se vuelve menos precaria cuando la brecha de años es menor. Era muy joven aún cuando, quizás por la inestabilidad de mis primeras murallas, construí una casa conyugal. Aún no terminaba de crecer, aunque pensaba que sí. Pero definitivamente construir una casa y empastar las murallas para que no se note fisura ni pueda filtrarse humedad, colgar cuadros para que sea definitoria la huella de un tarugo como prueba de que estamos habitando, en gerundio, en un constante todavía, es una forma efectiva de generar ese salto entre la adolescencia y la adultez. Sobre todo por el momento, fulminante, en que esa casa se destruye.

Construir una casa es distinta a sólo habitarla. La casa de mi madre yo la habité, ayudé en su construcción, pero no fueron mis hábitos ni cotidianidades las que primaron. Viví luego en un hogar universitario, gracias a una beca que otorgaban a estudiantes de región precarizadas, y aunque el residuo de ese recuerdo es un sabor dulce, fue un simulacro sin duda. Mas el hogar que construí con P, que tuvo diferentes direcciones -y digresiones- a lo largo de cinco años, fue un hogar propio: plural y singular al mismo tiempo. Lo más incisivo quizás de un término de esa envergadura -donde se ha hecho casa- es esa dualidad entre lo plural y lo singular. No sólo fue arduo porque viví con él tanto tiempo y durante un periodo de crecimiento tal como lo es la transición entre la juventud y la adultez, sino porque estar con él era estar sola, en lo más deseable del concepto.

Siempre añoré independencia y soledad, por eso la casa de madre era tan problemática. Un ruido que sucedía hasta en lo subterráneo. Sus presencias eran muy notorias, contrapuestas. Una casa donde una estaba todo el tiempo en compañía del otro y, en nuestra casa, sobre todo, en confrontación. La casa con P -casa ya no sólo como espacio tangible sino como espacio sensible e itinerante- era una donde yo no sentía la presencia del otro, porque el otro era mi propia presencia y viceversa. Un ausente hecho presente o una presencia hecha ausencia, así sentía su convivencia, mas así siento también el cese de esta. Hay una simbiosis que se contradice. Cómo se deshabita una casa que, para hacerlo, para soltarla, hay que soltarse también a una y repensarse. Repensar la cotidianidad completa porque esa cotidianidad era dual, se construyó dual, se creció dual. La adultez echó raíces y cimientos en un presente que no se sostuvo.

Y tuvimos que ejecutar la decisión más difícil: tomar esas raíces y prenderles fuego; tomar esos cimientos y agrietar hasta que la humedad los hiciera ceder. El amor tuvo que ver, como Jiménez escribe, con “huir de nuestras habitaciones/ con fundar en el barro una nueva ciudad para guarecernos”. Y una vez con ese barro hecho de cenizas y de polvillo, ver qué queda. Dejar secar y colar, volver a mojar y generar una pasta nueva. Volver a construir: esta vez apreciando aquella singularidad primera, para “vestirnos en nombre del amor con una nueva guirnalda de granizos”.

Mira cómo está mi casa, desarmada./ Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza./ Y mi huerto, forado permanente/  Y mis libros como mi huerto,/ Hojeado hasta el deshilache/ Sin dar con la palabra.

 Stella Díaz Varín

Yo me quedé en el espacio físico y esa decisión costó cara. La casa intacta al parecer ajeno, armar simulacro fue enseñanza primera. Pero a puerta cerrada las ruinas. Ruinas que me raspaban las rodillas y los codos al intentar avanzar entre ellas. Ruinas con enredaderas espinosas que cortaban al intentar abrir un libro o en el gesto de acercar un tenedor a la boca y sentir las comisuras rajarse en el esfuerzo. Ruinas que, al caer fatigada entre las sábanas por todo el empeño diario de habitar el coliseo demolido, envolvían en una capa musgosa que se asentada por días sobre mí, sin permitir movimiento ni deseo alguno. Así fueron meses, meses donde la lumbre del hogar, ese hogar propio, construido por una y para una, resultó ser inútil sin la presencia del otro. No era ya un hogar si no un secuestro. No era ya una lumbre sino una hoguera que ardía y quemaba. Pero la razón de habitar ese espacio era la precariedad: la casa es también capital y sistema. Había que quedarse, por más que se quisiera arrancar de ese fuego al lugar donde la lumbre no aclaraba, por más que la oscuridad fuera la añoranza.  

Mi casa, por desgracia, es una casa/ un suelo por ventura, donde vive/ con su inscripción mi cucharita amada, mi querido esqueleto ya sin letras,/ la navaja, un cigarro permanente.

César Vallejo

Afortunadamente, la casa se compone de una estructura, pero no se sostiene en ella. Ordenar, el acto metódico de ordenar es una actividad física que salva. Disponerse a reorganizar los espacios para que (a)parezcan nuevos y propios, aunque en ese orden se desarme algo que parecía inherente a la casa. Se parte por lo menos y se va siendo más temeraria: cambiar la cortina del baño, comprar nuevas tazas, cambiar la cama de lugar. Aceptar la desgracia: mi casa es una casa. Y en ello las palabras de Florencia Smiths: el caos nunca fue otra cosa que la representación de una casa. No esperar otra cosa que ese caos, pero que esta vez sea propio en su extravío. Se vuelve a la pregunta inicial sobre cómo habitar de forma nueva un espacio donde se duerme hace tanto tiempo. Y quizás la respuesta está en el ensayar, como se escribe: tanteando, probando, llegando a lugares sin retorno, buscando otras salidas. Como Barthes señala en su libro autobiográfico: “Escribir por fragmentos: los fragmentos son entonces las piedras sobre el borde del círculo: me explayo en redondo: todo mi pequeño universo está hecho de migajas: en el centro ¿qué?”. El ensayo como esas piedras al borde del círculo, la casa como el resultado de tanta piedra amontonada una sobre la otra. Migajas movibles, retazos de historia que una vez más movilizamos, ordenamos y comenzamos a habitar.

Como la gente antigua/ construyo en mí misma,/ piedra sobre piedra,/ una gran casa con fantasmas

Ximena Rivera

Unir estos fragmentos ha llevado más tiempo del que se propuso inicialmente. La primera casa que una lleva como mochila adosada a la vertebra anuncia su despedida. Una llamada que se espera hace un tiempo, pero no se está lista a recibir. El último regalo de padre: morir entre el cumpleaños, las festividades y el final de semestre. La llamada se espera y como el cumpleaños se aproxima decide pedirle un último deseo y quizás el único que le pidió jamás: a padre no se le pedía dinero porque era cesante, no se le contaban penurias porque su penuria de presidio era más grande, a su salida no se le pedía apoyo porque no sólo era cesante, sino pensionado y ex presidiario, a padre no se le contaban secretos porque los secretos más grandes los tenía él y por tanto, no se le hacían preguntas, porque la verdad era custodiada por el silencio y la violencia de la palabra seca y sin eco, sin réplica (cómo explicarle que la literatura ataca antes que todo a las zonas ciegas, cómo explicarle que la verdad la he pesquisado a fragmentos y que hace un tiempo he armado el puzle completo, a costa del propio desarme). Pero en la vigilia de su muerte, le pedí a la distancia un deseo: llévate esta casa que yo cargo, llévate la que compartí contigo y la que armé luego pensando que sería el resguardo de la primera, llévatela y déjame ligera, liviana, sin techo: que la orfandad no sea la ausencia de ti, sino la presencia innegable de mí y que el extravío no sea más errancia sino búsqueda.

En lo imposible también hay casas/ el simple respirar, un latir/ van siendo el progresivo tesoro/ que descubrimos.

Susana Thénon

Pensar el hogar en su origen es pensar también en la lumbre. El hogar en cuanto hoguera: mi hogar era aquello que podía ver, un terreno a alumbrarse. Ver, identificar el territorio que mi hoguera alumbraba para mí y para quienes estábamos a su rededor, esos eran los límites. Hacia afuera lo negro, la ausencia de luz que provoca terror y frío. Aunque el terror podía estar dentro también de la circunferencia, dentro de las paredes; y el afuera, con su opacidad y su vasta estepa, se volvía seguro.

Llegado un punto sucedió que la hoguera pasó a ser una linterna de esas que se afirman a la cabeza con un elástico. Y alcanzo a ver poco más de un metro de mí, hacia el frente, sobre todo. Ya la lumbre de la fogata deja de ser 360° y pasan a ser unos acotados 120°. Para ver a mi espalda debo necesariamente girarme, contemplar el pasado es una acción que oscurece el porvenir. Actualmente ser adulto es también un poco eso, ser un adulto de ahora, la vida del puro presente y de la espera de la reacción futura inmediata. Mi hogar es ahora este elástico que rodea el diámetro de mi cabeza firmemente.

Cada uno con su lumbre individual. Cada uno con las paredes que estableció en su propia subjetividad, en el paisaje interior, porque el afuera material es etéreo y ajeno. Una arrienda y no interviene, mientras que con paciencia infinita va amoldando sus paredes entre las vísceras que abrigan su subconsciente. Pasillos de carne mental dentro de ese radio que sostiene el elástico. Allí una habitación. En ella un micelio con un pequeño núcleo donde se albergan los recuerdos del recorrido de transeúnte: dentro de esa habitación, en la casa interior, ella revisa el archivo de las casas que se dejaron y rescata un par de recuerdos para con su propio líquido cefalorraquídeo formar una pasta con la que seguir puliendo las paredes internas de su intimidad. Espátula en mano alisa sus recuerdos, los imagina todavía, los acomoda distinto. En una tarea que divaga entre la eternidad y el instante, continúa su reconstrucción, con la certeza de que, en lo imposible, también hay casas.

Valparaíso, otoño 2023.

Miyodzi Watanabe (1995). Lee libros y baila bachata.

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