Las aves

Bruno Schulz. La ciudad encantada II, 1920-1922, cliché-verre.

Bruno Schulz

[Traducción de Guillermo Sucre]

«Las aves» de Bruno Schulz. © La Antorcha Magacín # 4

Tediosos y amarillos, habían llegado los días de invierno. Una alfombra de nieve demasiado corta, agujereada y gastada, recubría la tierra ahora rojiza. No había suficiente nieve para toda la extensión de los techos que aparecían, negros u oxidados –techos de tablas y arcadas que disimulan los espacios ahumados de los graneros, catedrales carbonizadas con sus flancos erizados de cabríos, montantes y alfardas; sombríos pulmones de las borrascas invernales.

Cada nueva alba descubría otras chimeneas agrandadas desde la víspera e hinchadas por los vientos nocturnos, tubos de órganos infernales. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas que, como vivientes hojas negras, se establecían en las tardes, sobre las ramas de los árboles, cerca de la iglesia, se desprendían aleteando, regresaban luego a adherirse de nuevo, cada una en su sitio habitual, para escaparse en bandadas al amanecer, torbellinos de humo oscuro, copos de hollín ondulantes y fantásticos que manchaban con un graznido desigual las rayas amarillentas del alba. Los días se habían endurecido de frío y de hastío como panes del pasado año. Con malos cuchillos, la gente los cortaba, sin apetito, en medio de una somnolencia perezosa.

Mi padre ya no salía más. Avivando los braseros, estudiaba la naturaleza eternamente insondable del fuego, sentía el gusto metálico y salado, el olor seco de las llamas invernales, la fría caricia de las salamandras que lamían el hollín brillante en la garganta de la chimenea. Con alegría emprendía toda suerte de reparaciones en la parte superior de la pieza. A cualquier hora podíamos verlo encaramado –mal que bien– en lo alto de una escalera, arreglando algo en el techo, en las cornisas de las altas ventanas en los pesos y cadenas de las lámparas colgantes. A instancia de los pintores, se servía de su escalera como de enormes zancos: se sentía bien en esa perspectiva aérea, a proximidad de un cielo pintado, de un techo decorado de pájaros y arabescos.

Bruno Schulz. Undula una vez más, 1920-1922, cliché-verre.

Se desentendía cada vez más de la vida práctica. Cuando mi madre, inquieta y apenada por su estado, se esforzaba por llevarlo a una conversación seria sobre nuestros negocios, sobre el pago del próximo plazo, él escuchaba con distracción, turbado con crispaciones en el rostro ausente. A veces ocurría que la interrumpiese de pronto con un gesto conjurador, para correr al rincón de la pieza a pegar la oreja en una hendidura del piso y quedarse así en acecho, levantando los índices con el objeto de hacer comprender la importancia capital del asunto. Todavía en esa época no percibíamos el triste trasfondo de sus extravagancias, el deplorable complejo que maduraba en profundidad.

Mi madre no tenía sobre él influencia alguna; en cambio, él tenía especial atención y respeto por Adela. Barrer la pieza era a sus ojos una ceremonia de importancia a la cual nunca dejaba de asistir, siguiendo todas las operaciones de la muchacha, con una mezcla de miedo y de estremecimientos voluptuosos. Atribuía a todos sus movimientos una significación más profunda, simbólica. Cuando ella, con gestos juveniles y atrevidos se disponía a pasar sobre el piso el cepillo de largo mango, esto era demasiado para él: sus ojos se llenaban de lágrimas, una risa silenciosa arrugaba su rostro y su cuerpo era sacudido por un espasmo voluptuoso. Era cosquilloso hasta el punto de perder la razón: bastaba que Adela agitase el dedo en su dirección, imitando el cosquilleo, para que él huyese lleno de pánico, pasando de pieza en pieza, tirando las puertas detrás de él. Al llegar a la última alcoba, caía de bruces sobre el lecho y se revolcaba con una risa convulsiva provocada por una imagen interior que no lograba dominar. La muchacha ejercía así sobre él una autoridad casi sin límites.

Fue entonces cuando pudimos observar en él, por vez primera, un interés apasionado por los animales. Al comienzo, se trataba tanto de una pasión de artista como de cazador; quizá también, más profundamente, biológicamente, de la simpatía de una criatura por formas de vida diferentes, una suerte de experimentación sobre registros inexplorados de la existencia. Pero, de seguidas, el asunto tomó un aspecto distinto, extraño y complicado, esencialmente perverso y contrario a la naturaleza, aspecto que sería mejor no exponer a la luz del día.

Todo ello comenzó cuando hizo incubar huevos de ave.

Con gran esfuerzo y muchos gastos, hizo venir de Hamburgo, de Holanda, de estaciones zoológicas africanas, huevos que daba a incubar a enormes gallinas belgas. Para mí era apasionante ver la eclosión de avecillas de formas y colores fantásticos. Era imposible prever en esos pequeños monstruos, cuyos picos inmensos, increíbles, se abrían cuan grande eran desde el instante del nacimiento, con silbidos glotones, venidos desde el fondo de la garganta; en esa especie de reptiles de cuerpos jorobados, débiles y desnudos, los futuros pavos reales, faisanes, cóndores o gallos silvestres. Esa simiente de dragones estaba instalada en nidos de algodón, en canastas: las bestezuelas alzaban, sobre delgadísimos cuellos, sus cabezas cegatas de ojos velados de blanco, y contraían sus gargantas en mudo piar.

Mi padre pasaba a lo largo de los compartimientos, con su delantal verde, como un jardinero a lo largo de los invernaderos de cactus, y hacía salir de la nada aquellas vejigas cerradas en donde palpitaba la vida, aquello; vientres impotentes que no percibían el mundo exterior sino bajo la forma de alimento, aquellas proliferaciones que ascendían tanteando hacia la luz. Algunas semanas más tarde, cuando hubieron estallado aquellas yemas cegatas, los nuevos habitantes llenaron las piezas de un tornasolado plumaje, de un gorjear destellante. Ocuparon las varillas de las cortinas, las cornisas de los armarios, anidaron en las espesuras de arabescos y en los brazos de estaño de las grandes arañas.

Bruno Schulz. Józef junto a la cama de su padre enfermo, 1926, tinta sobre papel.

Cuando mi padre estudiaba gruesos manuales de ornitología y hojeaba las láminas de color, aquellos fantasmas parecían volarse de las páginas para animar la pieza con aleteos abigarrados, retazos de púrpura, fragmentos de zafiro de plata y de cobre verduzco. Cuando se les daba de comer, formaban sobre el piso una platabanda oscilatoria y coloreada una alfombra viviente que en el instante en que alguien entraba sin precaución, se dislocaba, se dispersaba en flores volantes y, finalmente, se instalaba a buena altura.

Retengo especialmente en mi memoria cierto cóndor, ave enorme con cuello sin plumas, con la faz arrugada y cubierta de excrecencias. Era un asceta magro, un lama budista que guardaba en todo su comportamiento una dignidad imperturbable y observaba el protocolo rígido de su noble raza. Cuando se posaba frente a mi padre, inmóvil en una actitud escultural de divinidad egipcia, el ojo tapado por una nube blancuzca que desplazaba para cubrir su pupila y encerrarse en la contemplación de su augusta soledad, me parecía, con su perfil de piedra, el hermano mayor de mi padre: cuerpo, tendones, piel dura y plegada, era el mismo tejido, eran el mismo rostro huesudo y disecado, las mismas órbitas profundas de córnea espesa. Aun las manos de mi padre, largas flacas, nudosas, con uñas combadas, se parecían en algo a las garras del cóndor. Viendo así al ave adormecida, no podía liberarme de la impresión de estar frente a la momia de mi padre, reducida por haberla disecado. Creo que esta semejanza extraordinaria no había escapado a mi madre, aunque nunca hayamos hablado del tema. Era característico que el cóndor y mi padre utilizasen el mismo vaso de noche.

Aún continuando la incubación de nuevos especímenes, mi padre organizaba en el granero bodas de pájaros; conducía a los pretendientes, ataba en los escondrijos y en las brechas de los áticos a las novias amables y lánguidas; finalmente, el techo de la casa, un vasto techo de planchas de doble pendiente, llegó a ser un verdadero albergue de volátiles, un arca de Noé que reunía toda suerte de pájaros de países lejanos. Aún mucho tiempo después de la liquidación de semejante cría, esa tradición de nuestra casa se mantuvo entre la especie alada: en el momento de las grandes migraciones de primavera, nubes de grullas, de pavos reales, de pelícanos… se abatían todavía sobre la techumbre.

Después de un corto y brillante período, esa bella empresa adquirió un aspecto enfadoso. En efecto, pareció necesario transferir a mi padre a las dos mansardas que servían de desahogo. Desde el amanecer, oíamos allí el piar conjugado de las aves. Como una caja de resonancia amplificada por las vastas extensiones de los áticos, aquellas piezas resonaban de ruidos cantos revuelos, llamados amorosos y cloqueos. Fue así como durante varias semanas mi padre permaneció más o menos invisible. De vez en cuando, descendía al apartamento y podíamos comprobar que parecía haber disminuido, enflaquecido, encogido. Perdiendo el control de sí mismo, llegaba hasta levantarse bruscamente de su silla y, agitando los brazos como alas, emitir un canto prolongado mientras que sus ojos se velaban –después de lo cual, confundido, reía con nosotros e intentaba dar un giro humorístico al asunto.

Un día, durante un período de gran limpieza, Adela surgió inopinadamente en su imperio alado. Plantada sobre el umbral, retorcía las manos ante el olor fétido que emanaba de los montones de excrementos que cubrían los pisos, las mesas y todos los muebles. Sin vacilar, abrió la ventana y, con ayuda de un largo cepillo, se puso a hostigar a las aves. Se levantó un terrible torbellino de plumas y de alas, una tormenta de chillidos: tal una Ménade en furia tras los molinetes de su tirso, Adela danzaba la danza de la destrucción. Tan aterrado como las aves, mi padre, batiendo los brazos, intentaba también volar. El torbellino alado se aclaraba poco a poco y, sobre el campo de batalla, no quedó finalmente más que Adela, jadeante y agotada, y mi padre, el semblante afligido y avergonzado, dispuesto a todas las capitulaciones.

Un instante después, mi padre descendía lentamente de su dominio –hombre doblegado, rey en exilio que había perdido su trono y su reino…

Bruno Schulz. Autorretrato con la camisa abotonada hasta el cuello, ca. 1933, lápiz de color sobre papel.
El gnomo frágil. Sammy Wolpin

Bruno Schulz (Drohóbych, Ucrania, 1892-1942). Dibujante, narrador. De formación expresionista, adquirida en Viena, alterna esta actividad, que después orienta hacia el surrealismo, con la docencia en su ciudad natal. La pasividad de su trabajo unida a la mediocridad del medio ambiente y a la bíblica formación de su ascendencia hebrea, son producto de agudos comentarios que escribe a un amigo. En 1930 son recopilados como relatos que Zofía Nalkowska hace editar en 1934 como Las tiendas de color canela (de allí proviene “Las aves”). La inmediata aceptación del libro anima a Schulz. Viaja a Lwow, Varsovia y París. Vuelve con un libro traducido por su esposa Josefina Szelinska, el cual prologa: El proceso de Kafka. Influenciado por este autor se transforma su literatura de la alucinación de la realidad a la austera expresión de la angustia mundana. El resultado es El sanatorio bajo la clepsidra publicado en 1937, donde también introduce elementos plásticos propios de los grupos surrealistas en apogeo (de Chirico, Ernst, etc.). Ese año Polonia tiene dos autores: Schulz y Gombrowicz con Ferdydurke. Su obra posterior es El mesías cuyos manuscritos se pierden en la guerra. Polonia es ocupada por los nazis y en 1942, sale del ghetto de Drohobycz, un desconocido, que olvida llevar la estrella judía. Un guardia da un tiro en la nuca a Bruno Schulz, “suerte de gnomo, frágil, con la cabeza inmensa y los ojos afiebrados” al decir de Artur Sandauer.

Guillermo Sucre (Tumeremo, 1933-Caracas, 2021). Poeta, ensayista, traductor, docente. Premio Nacional de Literatura (1976). Publicó como poeta: Mientras suceden los días (1961), La mirada (1970), En el verano cada palabra respira en el verano (1976), Serpiente breve (1977) La vastedad (1988) y La segunda versión (1994). Sin embargo, ha sido más conocido por su profunda obra ensayística: Borges, el poeta (1967) y La máscara, la transparencia (1975). Su faceta como traductor no fue menor, realizando versiones de algunos poetas esenciales del siglo XX: André Breton, Saint-John Perse, William Carlos Williams y Wallace Stevens, entre otros. La traducción de “Las aves” fue publicada por Sucre en la Revista Nacional de Cultura (Caracas, enero-febrero de 1962); y Evio y Fernando Gandolfo la incluyeron en el primer número de su mítica revista El Lagrimal Trifulca (Rosario, abril-junio de 1968). De esta última edición tomamos el relato de Schulz y la nota de Wolpin.

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